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"A los diez años, dormía al lado de un ataúd
que Padre le regaló a Abuela
cuando cumplió setenta y tres años."
(Wenguang Huang)
Mi madre confeccionaba preciosos vestidos para mí que el pañal realzaba a la altura de las caderas. Me gustaba verla coser. El estado de paz que alcanzaba cuando atravesaba la tela con la aguja y tiraba de la hebra, ni muy corta ni muy larga, para volver a empezar. Un movimiento rítmico, pausado. Los colores. El sonido del hilo al romperse entre los dientes cuando terminaba cada hilván. Apretar el hilo para hacerlo más compacto antes de enhebrar. Anudar la nueva hebra en torno al dedo índice con la ayuda del pulgar. Yo quería hacer eso.
A medida que aquellos
vestidos se me iban quedando pequeños, empecé a coser mi propia ropa. Todavía
guardo un peto de pana con conejitos y zanahorias, una falda-pantalón de
cuadros, un pantalón de piel de melocotón, un vestido de flores con la espalda
descubierta que hice con un retal que, de no haber robado a mi madre, ella habría
acabado convertido en cojines…Tenía unos ocho años y unas aficiones un tanto
extrañas.
Nunca usaba dedal, una
manía que mi abuela materna, que siempre encuentra una razón para morir
instantáneamente, regañaba con insistencia. El dedal me parecía inútil. Cuando
me veía jugando con agujas y sin un pedazo de metal con el que defender mi dedo
corazón derecho, mi abuela solía decir: “Ten cuidado con la aguja. Podría
perderse en el sofá y, cuando vuelvas a sentarte en el mismo sitio, se te puede
clavar en el culo, avanzar por las venas, llegar al corazón, y matarte. […] No
te rías. Conozco a gente a la que le ha pasado”.
Cuando era pequeña y
pasaba los domingos de verano en las Lagunas de Ruidera, mi abuela siempre me advertía:
“No entres en el agua. Las lagunas se tragan a las personas y nadie vuelve a
saber de ellas. […] No te rías. Conozco a gente a la que le ha pasado”.
Mi abuela me ha
protegido siempre del agua dulce y de las agujas recordándome constantemente
sus poderes letales, pero de las personas sólo me dice que no hable con
desconocidos y, sobre todo, que no suba a sus coches. Nunca me dijo: “No te
acerques a un hombre. Podría perderse en el sofá, clavarse en tu cuerpo,
avanzar por tus venas, llegar a tu corazón, y matarte. […] No te rías. Conozco
a gente a la que le ha pasado”.
La abuela del escritor
y periodista Wenguang Huang comenzó a obsesionarse con la muerte a medida que
envejecía. Recordaba a diario a su familia las condiciones de su entierro
cuando en China se acababa de prohibir el enterramiento y la cremación era ya
la práctica obligatoria. Lo cuenta en “El pequeño guardia rojo”, un libro que
no puedo leer sin poner a su abuela la cara de la mía. Aunque aquélla sea
china. Huang llegó a dormir junto al ataúd de su abuela viva. La mía no ha
llegado a ese extremo, pero he dormido junto a la ropa con la que algún día
será enterrada. Guarda su mortaja en un rincón privilegiado de uno de sus
armarios desde hace décadas. Cada vez que viajo se despide con un: “cuando
vuelvas ya me habré muerto”. No usa eufemismos cuando habla de su propia muerte,
sólo lo hace con la muerte ajena porque es la que de verdad asusta a los vivos.
Es la única de la que se enteran. Mi abuelo, por ejemplo, simplemente estuvo
durante años y un día se fue. Pero ella, morirá. No sólo no lo esconde, lo
recuerda a menudo y lo comparte con cualquiera cuando encuentra una situación
propicia.
Mi abuela sólo piensa
en estrenar el vestido negro que con mimo ha guardado durante décadas, sobre
todo desde que idea la forma de sorprender a mi abuelo cuando se reencuentren
en la casa nueva. Vi a mi abuelo cavar su propia tumba cuando tenía seis o
siete años. Le vi reunir los huesos de sus padres y de su hermana uno a uno
para hacerse un hueco junto a ellos. Le vi recoger las alianzas de un
matrimonio cristiano que la muerte no separó sino que convirtió en pedazos blancos
que, mezclados, fueron a parar al mismo saco de plástico. Acababan de reencontrarse
y él era el único que se alegraba. Seguramente le habría gustado estar a solas
con ellos en aquel momento. No sé si a mí me encantaba pegarme a él como un
percebe o si él tenía la facilidad de estar siempre rodeado de niños que
querían saber lo que hacía. Supongo que por ambas razones siempre he querido saber
qué era lo que le incitaba a madrugar tanto a diario.
Pienso en mi abuelo y
me viene una sonrisa, tres olores y dos colores: sandía, granada y pan de
pueblo cuyo sabor siempre he imaginado con un regusto a óxido de navaja.
Siempre ocurre y en ese orden. Con la sandía lo pasábamos especialmente bien
durante sus últimos meses. Él siempre fue quien me cortaba las rebanadas hasta
que irremediablemente intercambiamos los papeles. A medida que envejecía y
enfermaba se parecía más a un bebé. Le hacía el avioncito con los pedazos de
sandía y verle como un pajarillo intentando alcanzar su alimento me enternecía
más y más.
Y planeábamos viajes
imaginarios. Una madrugada le encontré en mitad del pasillo de casa de mis
padres a oscuras, avanzando con la ayuda de las paredes. No sé cómo pudo llegar
hasta allí en pie. Decía que se iba a la huerta. No eran ni las cinco de la
madrugada y estaba a cuatrocientos kilómetros de su destino. Su cabeza
funcionaba bien. Al menos, hasta aquella noche.
-Espera, yo quiero ir
contigo. Pero vamos a sentarnos un momento hasta que amanezca –nos sentamos a
oscuras, cada uno en un sofá.
-¿Cuánto falta?
-Muy poco.
-Vámonos.
-Espera un poco.
-¿Cuánto?
-Sólo un poco.
-¿Qué estáis haciendo?-
apareció mi madre.
-Nos vamos a la huerta.
Estamos esperando que amanezca para ver mejor –le dije y mi abuelo me sonrió
convencido de que alguien por fin estaba de su parte en un territorio hostil en
el que todos los enemigos le habrían llevado de vuelta a la cama.
Bajó tanto la guardia
que por fin se quedó dormido.
El día que le vi
cavando su tumba, mi abuelo me dijo, sin dar muchas vueltas al asunto, que
estaba reformando su próxima casa. Pregunté por unos salientes que llamaban mi
atención en el interior de su nueva construcción. “Esto es para que la abuela coloque
las colonias y los pintalabios cuando nos mudemos”, me dijo entre risas y a mí
me pareció lógico y normal.
***
Llevé a varias amigas a
Terrinches hace unos años. Mi abuela fue al horno más cercano mientras nosotras
aún dormíamos y trasladó todas las existencias a su casa. Mientras
desayunábamos lamentó que, como celíaca, toda aquella bollería me resultara
inaccesible y me ofreció un chorizo para mojar en la leche.
-Pero mujer, ¿qué le
pasa al chorizo? Si es chorizo.
-…-No pude explicarle
por qué discriminaba al cerdo como sustituto de la bollería porque me
encontraba al borde de la hiperventilación provocada por la risa.
-¿No será que te crees
que el chorizo engorda? Que el chorizo no engorda, muchacha-. Estar sentada a
una mesa siempre es buena ocasión para mostrar conocimientos en nutrición y
dietética.
-Claro que no engorda
el chorizo, engordo yo. Pero es que no es eso. Pero vamos a ver, ¿cómo quieres
que moje chorizo en la leche? - y seguía riendo mientras ella permanecía muy
digna.
-¿Y jamón? Anda, ahora
te traigo el jamón pa´ que mojes en
la leche.
-Abuela, no-. Tuve que
ponerme seria porque estaba claro que ella no bromeaba. Ya se había levantado
para volver a la cocina en busca del jamón.
-¿La leche así bebía na más? Vaya explique...
-¿Pero cómo voy a mojar
jamón en la leche como si fuese un bollo?
-No veo por qué no-. Seguía
sin titubear.
Al rato apareció con un
racimo de plátanos que ofreció expresamente a una de mis amigas.
-Sandra, ¿te gustan los
plátanos?-preguntó mostrando un generoso racimo amarillo.
-Sí, gracias.
-Pues coge una pera.
Aquello no venía a cuento
ni lo hizo con ninguna intención. Simplemente mi abuela es una mujer que
mientras te ofrece algo ya está pensando en lo siguiente. Cuántas veces me
habrá preguntado indignada, mientras todavía terminaba una sopa, por qué no
había comido carne o por qué no había probado el postre.
Si te gustan los
plátanos, coge una pera. Debo varias lecciones vitales a una mujer obsesionada
con la muerte. El día que fui a despedirla antes de marchar a Armenia la
encontré viendo un reportaje sobre la violencia en Mali y me suplicó que me quedase.
Que en ese sitio al que me iba las cosas se estaban poniendo muy feas. Que qué
se me había perdido allí. Que si no voy a morir de muerte natural. El día que
me fui, mi abuela habría llamado al aeropuerto con un aviso de bomba si hubiese
tenido el teléfono a mano. Sigue preocupada porque pertenece a una generación
para la que, más que países, existe “el extranjero” y para la que se viaja por compromisos
familiares como nacimientos, bodas, enfermedades o muertes. Todo lo demás es
buscar el peligro. Cada vez que hablamos por Skype y se activa la cámara, mi abuela empieza a llorar. No lo
dice, pero sé que en ese momento celebra mi vida.
Mi abuela lleva años repitiendo que la tenemos que enterrar con los labios recién pintados. Hace poco aclaró a quién encomendaba tan noble labor. "No te rías, porque la que me los tiene que pintar eres tú", me dijo. A veces me pregunto
hasta qué punto mi abuela está realmente convencida de que seguirá pintándose
los labios en ese cubículo bajo tierra, de que mi abuelo la recibirá con la
sonrisa infantil que conservó hasta la vejez y le dirá “qué guapa vienes”.
Precioso el post, me encanta la sensibilidad con que cuentas las cosas. Un saludo.
ResponderEliminar¡Qué bonito! Me has emocionado...
ResponderEliminarQué cariño se transmite en estas palabras, me ha encantado leerlo porque, de alguna manera, me siento muy identificada con estas cosas que nos han pasado con nuestros abuelos. Son únicos... Un beso.
ResponderEliminarVengo de leer el texto "Sobrevivir" en Cuaderno armenio y he decidido quedarme aquí. Enhorabuena por encontrar la historia, y sobre todo, por saber contarla.
ResponderEliminarAcomódate :)
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