Lo que guarda tu intestino, mi talón de Aquiles |
La teoría es que a una madre hay que quererla porque te ha
dado la vida. Yo debo una vida a mi madre y otra a mi padre. Como esa niña
africana cuya imagen emite el telediario a mediodía y que quita el hambre a más
de uno, más por desagrado que por empatía; como esa niña pero pálida, tan
blanca que casi diría que era amarilla; como esa niña fui yo. Me lo dicen y lo
he visto en fotos. Cuando vuelvo a mi pueblo, Terrinches, siempre hay alguien
que me recuerda lo cerca que estuve de la muerte y lo dentro que estoy de la
vida. Tenía menos de un año y, por cómo me recuerdan, la muerte dando vueltas alrededor
de mi cuna. Nadie sabía por qué. Nadie entendía nada. “Si la niña come”.
El tiempo transcurría en la habitación de un hospital en la
que nunca pasaba nada, salvo que mis padres iban perdiendo su trabajo sin
saberlo y que a mí cada vez se me marcaban más los huesos, se me hinchaba más la
barriga y cualquiera diría que hasta me crecían los ojos.
Un día, sin consentimiento
médico, mi padre me sacó de aquella cárcel por pura desesperación, aun a riesgo
de afrontar las posibles consecuencias, y me trasladó a Madrid. Nada
garantizaba que, de haber seguido en aquel hospital de Valdepeñas, una mujer
sana y rechoncha ahora estaría escribiendo esto. Y aun así me asustaba el
hombre que me salvó la vida, sólo por tener bigote. No le di más opciones que
afeitarse si quería seguir acercándose a mí sin hacerme llorar.
“Esta niña es celíaca”, dijo un doctor con escaso pelo largo
alrededor de una brillante coronilla; un hombre alto de tez morena que se paseaba por los pasillos de La Paz con
una serenidad inquebrantable, con esa bata blanca que pobló
mis pesadillas durante años. La noticia habría sido un alivio si alguien
hubiese sabido lo que era aquello. “¿Celiaquía? ¿Qué es eso?”. Era la eterna
pregunta cuando iba a los cumpleaños de mis compañeros de colegio y me negaba a
probar los canapés de sobrasada que sus madres se habían pasado la tarde
preparando. O cuando leía los ingredientes de los Jumpers y de las
cantimploras, aquel veneno de colores que merendábamos en los noventa con los
cinco duros que nos daba la abuela. Entonces había que leer porque en Terrinches no
existía Mercadona; existía "Jesús el de la plaza", "la Mari la carnicera", la Manuela, José Luis y "el Zapatero" (el señor que me vendía la Revoltosa, una imitación de Coca-Cola que a mi hermano y a mí nos gustaba más que la original, quizá porque costaba veinte duros). Todavía comprábamos lo que comíamos a personas a las que llamábamos por su nombre, y no a una cajera con voz de autómata. Tampoco había pan que yo pudiese probar, sólo se vendía en las tiendas de dietética, así que me lo traía mi tía Paula de Albacete los fines de semana. No existía, tampoco, la famosa etiqueta “sin gluten” que traen hasta los productos
que jamás llevaron gluten o que nunca llegarán al interior del intestino
delgado a menos que estés muy loco y comas cremas solares con gluten.
Cuando me preguntaban, como no me apetecía explicar cómo trabajaba
mi intestino y qué lo diferenciaba de los suyos, yo les explicaba que era un nuevo
credo religioso del que había pasado a formar parte y que prohibía consumir ciertos
cereales como el trigo. Creo que más de uno llegó a creérselo. “Una enfermedad
de ricos”, para el ministro de sanidad de entonces. Enfermedad de ricos. Unos
padres que se levantaban a las cinco de la madrugada para encontrar un hueco
digno en el que instalar un puesto de chucherías y frutos secos que les diese
para pagar el pan-cartón sin gluten a quinientas pesetas que consumía la niña
de papá. Quizá por eso.
El procedimiento por el que los señores de bata blanca llegaron
a dicha conclusión, y que se repitió tres veces a lo largo de mi infancia,
merece la consideración de tortura medieval: una biopsia intestinal, que en
aquellos años todavía se hacía sin anestesia, consiste en introducir un tubito
por la nariz de la criatura con un final cortante, con el que se pretende
extraer un pedazo de intestino y analizarlo. “Traga, traga”, me decían. Y no es
lo que parece. Y me daban cómics como si las viñetas fuesen anestésicas. Cada
vez que personas con bata se acercaban a mi cara con el tubito, yo corría por
los pasillos del hospital hasta que me daban caza y me ataban a una cama en la
que pataleaba, forcejeaba y chillaba sin éxito.
A medida que crecía, mi confianza en mi capacidad de vuelo
aumentaba. Lo atestiguan unas rodillas llenas de cicatrices como mapas de
países imaginarios. Una de esas noches en las que aprendí que no me crecerían
alas por mucho que me lanzase contra el aire, acabé contra una de las patas de una silla, con la cara ensangrentada y una ceja
partida.
En las urgencias de Albaladejo, otro señor con bata blanca me decía, antes de
coserme la ceja y mientras mi madre me sostenía sobre su regazo: “Te va a
doler. Aguanta”. Él sí fue sincero, aunque subestimó mi forma de enfrentarme al
dolor físico: si te ríes antes de que algo duela, no duele. O duele menos. Mi
reacción fue un ataque de risa. Él no daba crédito a lo que veía y oía. “¿Qué
le pasa a esta niña?”, preguntaba. “No lo entiendo. Debería dolerte”, añadía,
como si en el fondo desease ver a una cría llorando. Aquello me hacía
cosquillas.
Después de las biopsias, era inmune a casi todo. Pasaron y llegó lo ligero: “guarda tus heces en un bote”. En aquella época no
conocía muchos sinónimos de palabras básicas y no sabía ni lo que querían. Por
suerte, dejaron de pedirme esa guarrada y ahora coleccionan mi sangre. Dicen
que los años nos vuelven asintomáticos. Ahora el mundo está lleno de celíacos asintomáticos, de etiquetas sin gluten y a mí me surgen dudas y conspiranoias. Y a veces pruebo el gluten porque ya no
me preocupan tanto las consecuencias que no son inmediatas. No me juzgue si fuma.
Sobrecogedor post, me has hecho recordar una etapa de mi vida siendo muy pequeña sufrí una tosferina y una infección estafilocócica que casi me llevan a la tumba y solo subirme al coche de mi padre y ver el itinerario que recorriamos para ir diariamente a la consulta del médico (que a mí me parecía el mismo diablo aunque él me salvó la vida) me enfermaba aún más si cabe. Lo de las inyecciones no tiene nombre, todavía hoy me cuesta relajar el músculo porque mi pobre trasero ya no tenía un milímetro sin pinchar... llegó un momento en que ya no sentía nada sólo terror ante las palabras inyección y medico. Un saludo.
ResponderEliminarPara todas aquellas personas que en una etapa de la vida han pasado por circunstancias parecidas y hoy pueden contarlomi mas sincero y cariñoso habrazo.
ResponderEliminarLos seres humanos a veces desarrollamos enfemedades que todavia hoy la medicina es incapaz de esplicarlo.
ResponderEliminarespero pasar muchas tardes con esa niña que hoy si sabe volar...crack
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