lunes, 12 de febrero de 2018

Mercadillo y huerta en los pies (o por qué escribo sobre lo rural)



Me hace reír fuerte la facilidad que tenemos para dar por hecho lo que ha vivido o no la gente antes de escribir algo. Hace unos días escribí en Yorokobu sobre cómo insultamos los manchegos y leo que dice alguien: "Se ha documentado con "José Mota", pero ha olvidado los consejos del Gañán".

Hijo mío, no me seas tripasdehule, que me he documentado con los pies y tengo las piernas llenas de cicatrices de aquellos lugares porque siempre fui tan catacaldos como vuelcasartenes. ¿De dónde crees que saca José Mota lo que dice, si solo un pueblo separa el suyo y el mío? Entiende que no voy a contar mi vida en una revista, pero ¿acaso sabes cuántas veces me ha llamado mi abuela chumiclita o adana o cuántas veces le he dicho carruécano a mi hermano? Yo tampoco. Son incontables.

Esto me apetece mucho contarlo, de paso, por todos aquellos que, además, piensan que los que escribimos sobre el mundo rural solo lo hacemos porque está de moda:

Soy de pueblo y mis veranos y fines de semana transcurrieron en pueblos mucho más pequeños y en la huerta de mi abuelo. Fui muy feliz, pero es que yo solo era una cría: la crudeza se la reservaban para ellos. De pequeña recogí aceituna y ayudé a mi abuelo a limpiar caminos y a mi abuela a hacer conservas. No son falsos recuerdos: hasta lo escribí en un diario que aún guardo. Cuando ya no estaba la burra de mi abuelo, por las tardes dormía la siesta en la cueva en la que había estado. No porque no hubiera habitaciones ni camas, sino por el cariño que le habíamos tenido a la burra.

Para que os hagáis una idea, este fotograma de El Olivo, de Icíar Bollaín, representa exactamente todas las fotos que no tengo: mi infancia con ese flequillo, entre olivos, siempre con mi abuelo (que además usaba una gorra igual). Le perseguía tanto que hasta el día que cavó su tumba yo estaba ahí con mis ojos saltones, haciéndole preguntas incómodas sobre la muerte. Él supo responder con elegancia, con humor, y sin mentir demasiado a una niña de ocho años.



Esto es lo que hacía entre semana, porque iba al colegio y me quedaba en el pueblo, pero los fines de semana y los veranos los pasé levantándome a las 5 de la madrugada para ir de mercadillo en mercadillo con mis padres. Aún recuerdo la música que hacían los hierros al chocar contra el suelo y su olor a herrumbre (tantas veces los alcanzó la lluvia), al montar y desmontar el puesto.

Sé cómo vive y cómo habla la gente en varios pueblos y aldeas muy pequeñas desde que era una niña. Por mi parte no hubo nada heroico en eso porque iba por gusto, pero sí lo hubo por la de mis padres, que lo hacían para darnos de comer. Después de trabajar en los mercadillos de pueblos de Jaén, Ciudad Real y Albacete, por las tardes plantaban su furgoneta abarrotada de comida en aldeas de 4, 6 o 10 habitantes. Lugares en los que la gente no tenía ni una tienda en la que comprar ni muchas posibilidades de salir en pleno invierno a menos que fuera estrictamente necesario.

En varios de esos pueblos tenía alguna amiga anciana que normalmente vivía sola porque estaba soltera o viuda o porque sus hijos se habían ido del pueblo. Una de ellas me llevaba a todas partes con mucho orgullo solamente porque compartíamos nombre. Ellas me llevaban a sus casas y me contaban cómo habían vivido y, sobre todo, cómo se fueron quedando solas. Todo eso, siempre, en un lenguaje que en aquella época era también el mío y que me niego a perder. ¿Cómo no iba a ir a buscar a quienes, veinte años después, han vivido lo mismo?

Al que quiera hablar de moda, le invito a irse de mercadillos por la Sierra del Segura en febrero (no a comprar, sino a estar al otro lado del puesto), porque mis padres pasaban tanto miedo que en los peores días del invierno no me dejaban ir, mientras mis abuelas se quedaban sufriendo.

Mi abuela paterna hasta inventó una palabra para explicar lo que sentía cada vez que mis padres se retrasaban: "sinsolaz". Siempre decía: "Qué sinsolaz tengo de ver que tus padres no han venío, hija mía, con esos nevasqueros que caen por allí". Además de la máquina de coser de mi abuela materna y los hierros del mercadillo, hay otro sonido de mi infancia que recuerdo perfectamente por todo lo que evocaba: el de la furgoneta volviendo a casa. El que acababa con el sinsolaz.

Al que quiera hablar de moda, también, le dejo mi diario rural, que recogió todo esto en tiempo real y está fechado desde 1996.

Por todo esto, me emociona tanto este fragmento que escribió Andrzej Stasiuk en su novela Taksim.


Si un día llegabas tarde porque se había complicado la carretera, siempre había un amigo gitano que
había llegado antes y te había colocado unos hierros para guardarte un sitio. Y que a nadie se le ocurriera moverlos, porque eran portadores de un mensaje muy claro. Allí perdí los prejuicios y quizá por eso me hice antropóloga, porque me crié con gente de Marruecos, de Senegal y del pueblo de al lado. Nos dedicábamos a esperar. A veces, la lluvia; a veces, la nieve. Pero, siempre, la tarde.

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