martes, 27 de agosto de 2013

Si te gustan los plátanos, coge una pera

http://vimeo.com/7356439

"A los diez años, dormía al lado de un ataúd 
que Padre le regaló a Abuela 
cuando cumplió setenta y tres años."
(Wenguang Huang)

Mi madre confeccionaba preciosos vestidos para mí que el pañal realzaba a la altura de las caderas. Me gustaba verla coser. El estado de paz que alcanzaba cuando atravesaba la tela con la aguja y tiraba de la hebra, ni muy corta ni muy larga, para volver a empezar. Un movimiento rítmico, pausado. Los colores. El sonido del hilo al romperse entre los dientes cuando terminaba cada hilván. Apretar el hilo para hacerlo más compacto antes de enhebrar. Anudar la nueva hebra en torno al dedo índice con la ayuda del pulgar. Yo quería hacer eso.

A medida que aquellos vestidos se me iban quedando pequeños, empecé a coser mi propia ropa. Todavía guardo un peto de pana con conejitos y zanahorias, una falda-pantalón de cuadros, un pantalón de piel de melocotón, un vestido de flores con la espalda descubierta que hice con un retal que, de no haber robado a mi madre, ella habría acabado convertido en cojines…Tenía unos ocho años y unas aficiones un tanto extrañas.

Nunca usaba dedal, una manía que mi abuela materna, que siempre encuentra una razón para morir instantáneamente, regañaba con insistencia. El dedal me parecía inútil. Cuando me veía jugando con agujas y sin un pedazo de metal con el que defender mi dedo corazón derecho, mi abuela solía decir: “Ten cuidado con la aguja. Podría perderse en el sofá y, cuando vuelvas a sentarte en el mismo sitio, se te puede clavar en el culo, avanzar por las venas, llegar al corazón, y matarte. […] No te rías. Conozco a gente a la que le ha pasado”.

Cuando era pequeña y pasaba los domingos de verano en las Lagunas de Ruidera, mi abuela siempre me advertía: “No entres en el agua. Las lagunas se tragan a las personas y nadie vuelve a saber de ellas. […] No te rías. Conozco a gente a la que le ha pasado”.

Mi abuela me ha protegido siempre del agua dulce y de las agujas recordándome constantemente sus poderes letales, pero de las personas sólo me dice que no hable con desconocidos y, sobre todo, que no suba a sus coches. Nunca me dijo: “No te acerques a un hombre. Podría perderse en el sofá, clavarse en tu cuerpo, avanzar por tus venas, llegar a tu corazón, y matarte. […] No te rías. Conozco a gente a la que le ha pasado”.

La abuela del escritor y periodista Wenguang Huang comenzó a obsesionarse con la muerte a medida que envejecía. Recordaba a diario a su familia las condiciones de su entierro cuando en China se acababa de prohibir el enterramiento y la cremación era ya la práctica obligatoria. Lo cuenta en “El pequeño guardia rojo”, un libro que no puedo leer sin poner a su abuela la cara de la mía. Aunque aquélla sea china. Huang llegó a dormir junto al ataúd de su abuela viva. La mía no ha llegado a ese extremo, pero he dormido junto a la ropa con la que algún día será enterrada. Guarda su mortaja en un rincón privilegiado de uno de sus armarios desde hace décadas. Cada vez que viajo se despide con un: “cuando vuelvas ya me habré muerto”. No usa eufemismos cuando habla de su propia muerte, sólo lo hace con la muerte ajena porque es la que de verdad asusta a los vivos. Es la única de la que se enteran. Mi abuelo, por ejemplo, simplemente estuvo durante años y un día se fue. Pero ella, morirá. No sólo no lo esconde, lo recuerda a menudo y lo comparte con cualquiera cuando encuentra una situación propicia.  

Mi abuela sólo piensa en estrenar el vestido negro que con mimo ha guardado durante décadas, sobre todo desde que idea la forma de sorprender a mi abuelo cuando se reencuentren en la casa nueva. Vi a mi abuelo cavar su propia tumba cuando tenía seis o siete años. Le vi reunir los huesos de sus padres y de su hermana uno a uno para hacerse un hueco junto a ellos. Le vi recoger las alianzas de un matrimonio cristiano que la muerte no separó sino que convirtió en pedazos blancos que, mezclados, fueron a parar al mismo saco de plástico. Acababan de reencontrarse y él era el único que se alegraba. Seguramente le habría gustado estar a solas con ellos en aquel momento. No sé si a mí me encantaba pegarme a él como un percebe o si él tenía la facilidad de estar siempre rodeado de niños que querían saber lo que hacía. Supongo que por ambas razones siempre he querido saber qué era lo que le incitaba a madrugar tanto a diario.

Pienso en mi abuelo y me viene una sonrisa, tres olores y dos colores: sandía, granada y pan de pueblo cuyo sabor siempre he imaginado con un regusto a óxido de navaja. Siempre ocurre y en ese orden. Con la sandía lo pasábamos especialmente bien durante sus últimos meses. Él siempre fue quien me cortaba las rebanadas hasta que irremediablemente intercambiamos los papeles. A medida que envejecía y enfermaba se parecía más a un bebé. Le hacía el avioncito con los pedazos de sandía y verle como un pajarillo intentando alcanzar su alimento me enternecía más y más.

Y planeábamos viajes imaginarios. Una madrugada le encontré en mitad del pasillo de casa de mis padres a oscuras, avanzando con la ayuda de las paredes. No sé cómo pudo llegar hasta allí en pie. Decía que se iba a la huerta. No eran ni las cinco de la madrugada y estaba a cuatrocientos kilómetros de su destino. Su cabeza funcionaba bien. Al menos, hasta aquella noche.

-Espera, yo quiero ir contigo. Pero vamos a sentarnos un momento hasta que amanezca –nos sentamos a oscuras, cada uno en un sofá.

-¿Cuánto falta?

-Muy poco.

-Vámonos.

-Espera un poco.

-¿Cuánto?

-Sólo un poco.

-¿Qué estáis haciendo?- apareció mi madre.

-Nos vamos a la huerta. Estamos esperando que amanezca para ver mejor –le dije y mi abuelo me sonrió convencido de que alguien por fin estaba de su parte en un territorio hostil en el que todos los enemigos le habrían llevado de vuelta a la cama.

Bajó tanto la guardia que por fin se quedó dormido.

El día que le vi cavando su tumba, mi abuelo me dijo, sin dar muchas vueltas al asunto, que estaba reformando su próxima casa. Pregunté por unos salientes que llamaban mi atención en el interior de su nueva construcción. “Esto es para que la abuela coloque las colonias y los pintalabios cuando nos mudemos”, me dijo entre risas y a mí me pareció lógico y normal.

***
Llevé a varias amigas a Terrinches hace unos años. Mi abuela fue al horno más cercano mientras nosotras aún dormíamos y trasladó todas las existencias a su casa. Mientras desayunábamos lamentó que, como celíaca, toda aquella bollería me resultara inaccesible y me ofreció un chorizo para mojar en la leche.

-Pero mujer, ¿qué le pasa al chorizo? Si es chorizo.

-…-No pude explicarle por qué discriminaba al cerdo como sustituto de la bollería porque me encontraba al borde de la hiperventilación provocada por la risa.

-¿No será que te crees que el chorizo engorda? Que el chorizo no engorda, muchacha-. Estar sentada a una mesa siempre es buena ocasión para mostrar conocimientos en nutrición y dietética.

-Claro que no engorda el chorizo, engordo yo. Pero es que no es eso. Pero vamos a ver, ¿cómo quieres que moje chorizo en la leche? - y seguía riendo mientras ella permanecía muy digna.

-¿Y jamón? Anda, ahora te traigo el jamón pa´ que mojes en la leche.  

-Abuela, no-. Tuve que ponerme seria porque estaba claro que ella no bromeaba. Ya se había levantado para volver a la cocina en busca del jamón.  

-¿La leche así bebía na más? Vaya explique...

-¿Pero cómo voy a mojar jamón en la leche como si fuese un bollo?

-No veo por qué no-. Seguía sin titubear.

Al rato apareció con un racimo de plátanos que ofreció expresamente a una de mis amigas.

-Sandra, ¿te gustan los plátanos?-preguntó mostrando un generoso racimo amarillo.

-Sí, gracias.

-Pues coge una pera.

Aquello no venía a cuento ni lo hizo con ninguna intención. Simplemente mi abuela es una mujer que mientras te ofrece algo ya está pensando en lo siguiente. Cuántas veces me habrá preguntado indignada, mientras todavía terminaba una sopa, por qué no había comido carne o por qué no había probado el postre.

Si te gustan los plátanos, coge una pera. Debo varias lecciones vitales a una mujer obsesionada con la muerte. El día que fui a despedirla antes de marchar a Armenia la encontré viendo un reportaje sobre la violencia en Mali y me suplicó que me quedase. Que en ese sitio al que me iba las cosas se estaban poniendo muy feas. Que qué se me había perdido allí. Que si no voy a morir de muerte natural. El día que me fui, mi abuela habría llamado al aeropuerto con un aviso de bomba si hubiese tenido el teléfono a mano. Sigue preocupada porque pertenece a una generación para la que, más que países, existe “el extranjero” y para la que se viaja por compromisos familiares como nacimientos, bodas, enfermedades o muertes. Todo lo demás es buscar el peligro. Cada vez que hablamos por Skype y se activa la cámara, mi abuela empieza a llorar. No lo dice, pero sé que en ese momento celebra mi vida.

Mi abuela lleva años repitiendo que la tenemos que enterrar con los labios recién pintados. Hace poco aclaró a quién encomendaba tan noble labor. "No te rías, porque la que me los tiene que pintar eres tú", me dijo. A veces me pregunto hasta qué punto mi abuela está realmente convencida de que seguirá pintándose los labios en ese cubículo bajo tierra, de que mi abuelo la recibirá con la sonrisa infantil que conservó hasta la vejez y le dirá “qué guapa vienes”. 

5 comentarios:

  1. Precioso el post, me encanta la sensibilidad con que cuentas las cosas. Un saludo.

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  2. ¡Qué bonito! Me has emocionado...

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  3. Qué cariño se transmite en estas palabras, me ha encantado leerlo porque, de alguna manera, me siento muy identificada con estas cosas que nos han pasado con nuestros abuelos. Son únicos... Un beso.

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  4. Vengo de leer el texto "Sobrevivir" en Cuaderno armenio y he decidido quedarme aquí. Enhorabuena por encontrar la historia, y sobre todo, por saber contarla.

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